Bienvenidos a todos los amantes de la justcia y la verdad

Este espacio anhela encender el espiritu critico de quienes deseamos vivir en una Patria con memoria verdadera. Y que mejor que generar un espacio que nos cuente las verdades historicas de nuestro pueblo y de sus verdaderos heroes, que pretendemos, dejen de ser anonimos.



martes, 16 de febrero de 2010

General Martín Miguel de Güemes


El Hijo de la Patria

En la invasión inglesa a Buenos Aires de 1806, fueron gauchos los que, con más arrojo que organización disciplinada, intentaron oponer sus recursos a los aguerridos batallones de las fuerzas británicas. Uno de esos gauchos levantó en ancas a Pueyrredón, cuando su caballo fue muerto en medio del combate de Perdriel.
Según escribió el historiador inglés Henry Ferns en su libro Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, los gauchos formaban una leveé en masse pero no estaban carentes de experiencia militar y su particularidad era que se trataba de jinetes por naturaleza. La experiencia militar había sido adquirida en la lucha contra el indio, ya que muchos formaban parte del regimiento de Blandengues, que cumplían funciones de guardia fronteriza y policía. Estos jinetes fueron reclutados por Pueyrredón, su superioridad numérica y su adaptación a las especificidades del ambiente los hicieron superiores a la disciplinada y bien equipada caballería de una nación europea.
El 12 de agosto de 1806, el ejército inglés, reducido a menos de mil mosquetes —en las playas de Quilmes, habían desembarcado 1635 hombres—, marchó hacía el Cabildo, cruzando la Plaza Mayor entre dos filas de milicianos criollos, donde hubo de rendir sus banderas, estrellando muchos de los vencidos con energía sus armas contra el suelo, frustrados e indignados por haber sido derrotados por aquellos “andrajosos”, “plebe frenética, que parecía asumir para sí el poder soberano”, como expresara el cronista inglés Alexander Gillespie.
En ese momento, por los arrabales septentrionales de la urbe, entraba un joven jinete con el pingo al galope tendido. Por su poncho colorado mostraba que era un gaucho salteño. Era el alférez Martín Miguel de Güemes del Regimiento “Fixo” de Buenos Aires. El gaucho Güemes, que tenía entonces 21 años, venía galopando desde la madrugada del día anterior, por el camino de postas proveniente de La Candelaria, paraje situado a 79 leguas [395 kilómetros] de Buenos Aires. Traía un despacho del virrey Sobremonte a Liniers, cumpliendo su misión en menos de treinta horas. Al presentarse ante el comandante de la Reconquista, de quien era el edecán y su principal ayudante, apenas pudo tomar un breve respiro. Una nueva misión le aguardaba.
Los pocos barcos británicos que habían sobrevivido al temporal de la noche anterior, se acercaron al Retiro para tirar sobre ese punto y sobre todo el bajo, desde allí hasta el Fuerte. En las primeras horas de la tarde, las fuerzas criollas colocaron en batería dos piezas de 18 libras, que lograron poner fuera de combate a un pequeño barco inglés y a la sumaca La Belén de los españoles, que el almirante Sir Home Riggs Popham había capturado en el Riachuelo.
El Justine, buque mercante, artillado con 26 piezas y tripulado con más de cien soldados, oficiales y marineros, estuvo disparando casi toda la tarde sobre las fuerzas de la resistencia. Desconociendo los secretos de la navegación en el río, quedó varado por una súbita bajante a unos 400 metros de las barrancas de la Plaza de Toros en el Retiro —hoy Plaza San Martín—, lo que fue advertido por los centinelas de la batería Abascal.
Liniers envía a su edecán hacia el Retiro con un parte de guerra: “Ud., que siempre anda bien montado; galope por la orilla de la Alameda, que ha de encontrar a Pueyrredón, acampado a la altura de la batería Abascal, y comuníquele orden de avanzar soldados de caballería por la playa, hasta la mayor aproximación de aquel barco, que resta cortado de la escuadra en fuga ” La orden sólo implicaba aproximarse al buque, sin referencia a su abordaje.
Pueyrredón, al recibir el despacho, puso inmediatamente bajo el mando de Güemes la única tropa montada de que disponía: no más de treinta gauchos armados con lanzas, boleadoras, facones, sables y algunas tercerolas. Estos no trepidaron en descender la empinada barranca y zambullirse en el brumoso río. Con sus caballos metidos en el agua hasta los ijares, se lanzaron tacuara en mano en una carga asombrosa, pocas veces registrada en la historia militar: el abordaje a caballo de un buque de guerra de la marina más poderosa del mundo de aquel entonces. Los bravos paisanos alentados por el alférez salteño abordaron la nave enemiga y lograron rendir a su tripulación luego de breve y reñido combate. Los británicos, muchos de ellos artilleros y tiradores excelentes, habían sido doblegados por el estupor de ver surgir repentinamente esos centauros marinos emponchados que trepaban sobre sus amuras con una vehemencia inaudita Las aguas cruzadas por gauchos a caballo capitaneados por Güemes, ya no son más aguas, el lugar que cubrían ha sido ganado al río y hoy es tierra firme. En ese sitio se encuentra la Plaza Fuerza Aérea Argentina. Reconquistada Buenos Aires, algunos jefes y oficiales ingleses fueron confinados en Luján. Allí, Beresford y algunos de los otros prisioneros que lo acompañaban, presenciaron un partido de pato. En este caso los protagonistas fueron soldados criollos pertenecientes al regimiento de Húsares. Formados en bandos, frente a frente, el capitán Vicente Villafañe, montado en un espléndido caballo —dice Ricardo Hogg— cruzó al galope en medio de ellos y al llegar al final de las filas hizo rayar su pingo y tiró el pato por encima del hombro. El espectáculo colmó de asombro a los oficiales ingleses, uno de los cuales, el teniente coronel Pack, donó como premio un par de espuelas de plata.
A pesar de la adversa suerte de las armas, los extranjeros fueron cautivados por el hechizo de la pampa y de sus gauchos. Cuestiones que se reflejarían en la literatura británica, así los describía Sir Walter Scott
“Las vastas llanuras de Buenos Aires no están pobladas sino por cristianos salvajes, conocidos bajo el nombre de “huachos”, cuyo principal mobiliario son los cráneos de caballos, cuya única comida es la carne cruda con agua, cuya única ocupación es apresar ganado cimarrón y cuya principal diversión es montar un caballo hasta reventarlo. Lamentablemente prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas.

Heroísmo y Gloria

En el año 1971 exponía en el Primer Congreso de Historia Argentina y Regional, celebrado en Tucumán, Reynaldo Pastor. De su trabajo “Acción de Güemes en el Norte Argentino” se extrae el capítulo titulado “Heroísmo y Gloria”. Decía Pastor:

“La “Acción de Güemes en el Norte Argentino”, es de tal magnitud que sólo podrá ser destacada plenamente colmando sendas y emocionantes páginas con los antecedentes que dan brillo y grandiosidad a la trayectoria con que el prócer ilustró el período más intenso de la historia de su tierra natal. Su sacrificada y vigorosa defensa, su firme solidaridad con San Martín, la influencia decisiva con que despertó en el pueblo el sentimiento del patriotismo y el amor a la libertad, sus relevantes condiciones de guerrero y conductor valeroso y, sobre todo, el fecundo resultado de su hazañosa gesta, lo señalan como la figura señera entre los patriotas que en el Norte de la República mantuvieron enhiesto el pabellón de la liberación de la América del Sud.

La suya fue una proeza de hondo sentido histórico y de gran repercusión bélica, en la que se destaca con nítidos perfiles el estoicismo y la inspiración sublime con que el “Centinela de la Patria” sostuvo su denodada lucha, sin declinación alguna, desde 1814 hasta 1821, prolongado lapso en el que él y sus huestes libraron centenares de sangrientos combates, en su mayoría favorables, con precarias y escasas armas y en medio de una impresionante pobreza, tal como se comprueba leyendo la correspondencia intercambiada entre Belgrano y Güemes.

En esas sobrias epístolas consta que Güemes le comunicaba a Belgrano que había consolado a los soldados en sus necesidades que le representaban con ternura y que él no tenía un peso para darles ni como proporcionárselo; que al cabo de dos meses había podido socorrer a la infeliz tropa con cuatrocientos pesos, que no les tocaría ni de a dos reales. En otra oportunidad le dice que se ha consternado viéndolos enteramente desnudos, pero siempre dispuestos a la lucha. Por su parte Belgrano informa al gobierno central que la tropa de Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga, como nos hallamos todos. A Güemes le envía 200 sables, sin puños ni vainas, que así los ha recibido sin tener tiempo, ni suelas ni cosa alguna para repararlos porque todas son miserias, todo es pobreza y le aconseja que a falta de sables use lanzas, con las que sus guerreros harán primores.

En estas paupérrimas condiciones aquellos bravos legionarios de la Patria se batían, venciéndolos, con los veteranos ejércitos españoles que eran “los mejores porque habían vencido a los mejores ejércitos de Europa” y que venían comandados por jefes valientes, experimentados y famosos, a los que les sobraban armas, pertrechos, cabalgaduras, dinero y títulos. Era el espectáculo de Goliat frente a David que reproduce Guido en uno de sus cuadros, como quien dice la fuerza del gigante contra la debilidad del pequeño que ataca con su ingenio y audacia.

El secreto y a la vez gran mérito de Güemes estaba en la táctica que había aceptado siguiendo los lineamientos generales del plan sanmartiniano. Su admirable estrategia la describe López prodigándole el siguiente elogio:

“La campaña defensiva de Güemes que voy a describir, es en mi concepto un modelo en su género como plan estratégico y como ejecución consumada. No falló en ella una sola previsión; no hubo que lamentar un solo descuido, y todas aquellas milicias movidas y electrizadas por el jefe de la provincia invadida, obedecieron directamente a una sola voz, con la regularidad del ejército veterano más prolijamente preparado para las operaciones estratégicas de una guerra estrictamente campal. Si exceptuamos la famosa campaña de San Martín sobre Chile, las mayores luces de la escena y la imponente solemnidad de las batallas que le dan tantos prestigios, no hay entre las guerras de nuestra revolución ninguna otra que, como la de Güemes en Salta, ofrezca un modelo más acabado de regularidad en el plan y en los resultados”.

La primera vez que Güemes ensayó su singular táctica fue en el Alto Perú. Al frente de una división del ejército de Balcarce, en Suipacha, batió al Grl. José de Córdoba y Roxas arrebatándole “las banderas, 4 piezas de artillería, armamento de 1.300 hombres, bagajes, municiones, etc. y huyó vergonzosamente el malvado Córdoba” según la apasionada carta de Martín Rodríguez a Belgrano, del 4 de diciembre de 1810.

Yanci y Solá han evocado el triunfo de Güemes en Suipacha, sin que quede duda sobre que él fue el jefe de la fuerza vencedora que consagró a la Patria el primer lauro conquistado en tierras peruanas. De ahí Güemes partió para Buenos Aires en cumplimiento de órdenes militares y desde que regresó al lado de San Martín, dedicó su vida a contener a los incursores españoles oponiéndoles el coraje insuperable de sus milicianos con pasta de héroes. Desde entonces su acción bélica se desenvolvió en la inconmensurable región que se extendía desde las profundidades de la Quebrada de Humahuaca hasta la puerta o llave del Alto Perú, Jujuy, y de ésta hasta Salta, escala desde la que los invasores pretendían lanzarse sobre Buenos Aires.

En el desarrollo del plan estratégico de San Martín, Güemes fue el gran capitán y su movediza sombra no dejó dormir a los aguerridos generales del rey. En San Pedrito, Guachipas, Bañado, Sauce Redondo, Tuscal de Velarde y Cuesta de la Pedrera, Güemes y sus oficiales le hicieron perder a Ramírez Orozco centenares de soldados y oficiales, muertos, heridos y prisioneros y le arrebataron la artillería, fusiles, bastimentos, ganados y cabalgaduras; Pezuela en dos meses perdió 1500 hombres y debió huir con su aterrado ejército; La Serna, el más poderoso de todos los invasores, dejó a la vera de sus travesías a 1000 de los suyos, la caballada y todo el material de guerra, “excepto las armas que llevaban en las manos y los cañones sin cureña”, no “habiendo sido nunca dueños de más terreno que el que pisaban”. Mitre afirma que “aquello era más que una derrota, un desastre”. Y así les sucedió a Canterac, Valdez, Marquiegui, Olañeta y a sus lugartenientes, que debieron asistir a episodios de una intensa dramaticidad como el del día que la división de 800 hombres destacada al mando de Sardina, Vigil y Villalobos para proveer de víveres al ejército español sitiado en Salta, regresó hambrienta y aterrorizada, con las mulas destinadas a transportar el botín, cargadas con los cadáveres de la banda de música del Gerona y de numerosos oficiales, entre ellos el del jefe Sardina, que habían perecido en las emboscadas tendidas por Burela, Latorre, Ruiz, Rojas, Torino y Leytes.

Y así había de ser porque las partidas de Güemes, como el tigre que defiende su guarida, cebadas en los estragos que producían en los ejércitos españoles, los diezmaron sin compasión y las montañas, valles y bosques de Salta se vistieron de púrpura empapados con la sangre de los contendientes”.

En su extenso trabajo Reynaldo Pastor expone con marcada admiración los méritos del Grl. Güemes y al hablar sobre la muerte del héroe concluye diciendo:

“Su alma se elevó por sobre la perfumada selva que le había dado protección acunando sus inmortales y legendarias hazañas, pero, su espíritu siguió velando hasta que se cumplió la póstuma consigna del prócer. Widt puso sitio a Salta, hostilizando enérgica y duramente al ejército intruso comandado por Olañeta que huyó a refugiarse en las alturas del Perú, y de esta manera se puso fin a la última invasión española en tierra argentina y puede afirmarse que entonces quedó cumplido el supremo anhelo del hijo de Salta que así sirvió a la Patria más allá de su llorada muerte”.

lunes, 15 de febrero de 2010

Lucio Mansilla (Otro heroe olvidado)




Por qué el 20 de noviembre es el día de la soberanía
Por José María Rosa

El 13 de enero de 1845 en París, noche nevosa según el testimonio de uno de los presentes. François Guizot, primer ministro de Luis Felipe, rey de los franceses, reúne a cenar en el Ministerio de Relaciones Exteriores a los técnicos del Plata que se encontraban en la capital de Francia. De dicho ágape surgirá la intervención armada anglofrancesa, y su posible colaboración brasileña en los asuntos internos de las repúblicas sudamericanas.

Concurren el embajador de Inglaterra Lord Cowley, sir George Ouseley, que partiría al Plata llevando la intimación a Rosas, Mr, De Lurde hasta entonces Encargado de Negocios francés en Buenos Aires, el almirante Mackau ministro de Marina, y que conociera a Rosas en 1840 cuando fue a llevarle la paz por instrucciones de Thiers, Mr. Desages director general del Ministerio, y el vizconde de Abrantés en misión especial de Brasil para acoplarse a la proyectada expedición.
Los Antecedentes de la Intervención

Desde 1842 andábase en ese negocio. Francia había fracasado en su intento de imponerse por la fuerza de sus cañones y de su dinero – que sembró la guerra civil – a la Confederación Argentina gobernada por un hombre del carácter férreo de Rosas.

Hacia 1842 la política de la entente cordiale de Inglaterra y Francia hizo renacer la posibilidad de una nueva intervención, esta vez combinadas las fuerzas militares de ambas naciones: no era admisible que los pequeños países surgidos de la herencia española obraran como si fueran Estados en uso pleno de su soberanía y se negaran a recibir los beneficios – libertad de comercio, tutelaje internacional, libertad de sus ríos navegables – de las "naciones comerciales". Había que hacer, en primer lugar, de la ciudad de Montevideo una factoría comercial, de propiedad común anglofrancesa, desde donde dominar la cuenca del Plata después, establecer la ley de los mares – es decir: su libre navegación – a los ríos interiores argentinos, y finalmente dividir en mayores fragmentos esa Confederación Argentina que Rosas se había empeñado en mantener incólume del naufragio del antiguo y extenso virreinato del Plata.

De allí la nota conjunta que los ministros inglés y francés en Buenos Aires (Mandeville y De Purde) habían pasado a Rosas apenas producida la batalla de Arroyo Grande (diciembre de 1842: prohibíase ayudar a Oribe a recuperar su gobierno oriental y se amenazaba con tomar las medidas consiguientes si los soldados argentinos atravesaban el Uruguay en unión con los orientales para expulsar las legiones extranjeras que mantenían a Montevideo. Pero Rosas quedó sordo a la amenazas: contestó poco más o menos que en las cosas argentinas y orientales mandaban solamente los argentinos y los orientales. Consecuente con su respuesta el ejército aliado de Oribe, atravesó el Uruguay, y en febrero de 1843 empezó el sitio de Montevideo, defendida por las legiones extranjeras y por el almirante inglés Purvis.
En febrero de 1843 esperábase por momentos la intervención conjunta amenazada por la nota de Mandeville y De Lurde que Rosas había osado desafiar. Pero no llegaba. Es que 1843 no había sido un año propicio para la entente cordiale, amenazada de quebrarse por la cuestión del matrimonio de la joven reina de España.

La misión del argentino Florencio Varela

De allí el desdichado fracaso del abogado argentino Florencio Varela, enviado a Londres en agosto de 1843 por el gobierno de la Defensa de Montevideo a indicación del almirante inglés Purvis.

Llevó instrucciones para convencer al canciller Aberdeen de que la "causa de la humanidad" reclamaba la inmediata presencia de la escuadra británica en el Plata.

Gestionaría también la "tutela permanente" inglesa a fin de salvar al Plata en adelante de la barbarie nativa. Intervención y tutela retribuidas – lo decían las instrucciones – con la libertad absoluta de comercio y la libre navegación de los ríos.

Para cumplir mejor su cometido y documentar la "causa de la civilización", la casa inglesa Lafone confeccionó en Montevideo un record de los actos de barbarie que convenía atribuir a Rosas.

El periodista argentino José Rivera Indarte, ducho para esos menesteres, recibió el encargo de redactar el record abultándolo de manera que impresionara en Europa: se le pagó un penique por cadáver atribuido a Rosas.

Confeccionó Las tablas de sangre, que por dificultades de impresión no estarían listas en el momento de embarcarse Varela, pero le llegarían a Londres a los fines de su misión.

Aberdeen recibió a Varela. El trato no fue el esperado por el argentino. No obstante traducirle Las tablas de sangre, el inglés no pareció emocionarse con los horrores recopilados por Rivera Indarte; tampoco tomó en serio "la tutela permanente" ni las cosas que le ofrecía el ex argentino.

Le contestará fríamente que Inglaterra defenderá la "causa de la humanidad" dónde y cómo lo creyera conveniente, sin menester de promotores ni alicientes, y se le importaba un ardite cuanto pudieran ofrecerle los nativos auxiliares.
Inglaterra haría y tomaría lo que más le conviniese, sin otro acuerdo que "con las grandes naciones comerciales" asociadas a la empresa.

Varela no entiende; nunca entendió nada de la política americana ni de la europea. No comprende ese desprecio hacia "su gobierno" tan favorable a Inglaterra, ni que se hiciera caso omiso de sus tentadoras ofertas; jamás tuvo conciencia de su posición ni sentido de las distancias.

Váse de Europa – después de una gira por París, donde tuvieron mayor éxito las Tablas de sangre – mohino y decepcionado de los "poderes civilizadores". "La Inglaterra – escribe en su Diario de viaje – no conoce ni sus propios intereses."

La cena de Guizot

En 1844 las cosas mejoraron y la entente cordiale pudo reanudarse. Más alerta Brasil que el despistado gobierno de Montevideo, envía entonces su comisionado: el vizconde de Abrantés. Aberdeen lo recibe mejor que a Varela; al fin y al cabo Brasil era un imperio constituido y no un gobierno nominal de ocho cuadras escasas, mantenido a fuerza de subsidios y de legiones.

Pero Inglaterra no quiere la participación de Brasil en la empresa a llevarse en el Plata; no le convenía fortalecer ese imperio americano ni darle entrada al Plata.

Como Abrantés representaba a un emperador no podía despedirle a empujones, como lo hizo con Varela; lo hará más diplomáticamente, pero lo hará.

Tras conversar con Abrantés en Londres (que también ha venido a hablarle "de la causa de la civilización", oyendo del inglés el despropósito de "que la existencia de la esclavitud en Brasil era vergüenza mayor que todos los horrores atribuidos a Rosas por sus enemigos") lo despacha a París.

Allí se arreglará la intervención en definitiva y la posible participación de Brasil.

Pero eso es la cena de Guizot en el ministerio la, noche del 13 de enero de 1845. Muy a la francesa se discutirá la acción en la sobremesa. Y al servirse el café y el coñac, Guizot abre el debate sobre el interrogante ¿Qué propósito y qué medios dar a la intervención?

Abrantés no se anima a postular "la causa de la civilización" después de lo ocurrido con Aberdeen.

Las Tablas de Sangre podían ser útiles para impresionar al gran público, pero evidentemente no producían efecto en los políticos.

Sin embargo, todos son partidarios de pretextar ostensiblemente la "causa de la civilización", pero agregándole las "necesidades de las naciones comerciales", la "independencia de Uruguay, Paraguay y Entre Ríos" que había que preservar de la Confederación Argentina, y la "libre navegación de los ríos" argentinos, orientales, paraguayos y entrerrianos.

En cuanto a Rosas... Mackau, que lo ha conocido en 1840 hace su elogio: es un patriota insobornable, un político hábil, un gobernante de gran energía y un hombre muy querido por los suyos.

Desde luego, es un obstáculo para los planes de la intervención y costaría llevarlo por delante; aunque contra las escuadras combinadas nada podría hacer. De Lurde, que también lo ha conocido en Buenos Aires, se desata en elogios para Rosas: su gobierno ha impuesto el orden donde antes imperaba el desorden; tal vez los argentinos se hubieran acostumbrado a obedecer a una autoridad y pudiera reemplazárselo por otro gobernante más amigo de los europeos, pero la cuestión es que Rosas no cedería a una intervención armada: "se refugiaría en la pampa y desde allí hostilizaría a los puertos".

A su juicio la intervención irá a un completo fracaso; mejor era dejar las cosas como estaban y tratar con Rosas de igual a igual "sacándole los beneficios comerciales posibles".
Abrantés está de acuerdo, en parte, con De Lurde. Pero no cree que la intervención iría a un completo fracaso. Combinadas Inglaterra, Francia y Brasil, su fuerza sería irresistible; a Rosas podría perseguírselo hasta el fondo de la pampa. Pero, eso sí, deberían emplearse todos los medios para obtener el triunfo.

En caso de no emplearse medios eficaces (expedición marítima y fuerzas de desembarco en número aplastante), mejor era olvidarse de una intervención y "no exponerse a la irritación de un hombre como Rosas".

Ouseley trae le palabra de Inglaterra. Nada de expediciones de desembarco que por dos veces habían fracasado en Buenos Aires (1806 y 1807).

Lo que se buscaba era otra, cosa, para lo cual el gobernante argentino carecía de fuerza para oponerse: una gran expedición naval que levantara el sitio de Montevideo, tomara posesión de los ríos, y gestionara y mantuviera la independencia del Uruguay, Entre Ríos y Paraguay..

De Montevideo se haría una factoría para las grandes naciones comerciales; de común acuerdo entre las nacionales comerciales y Brasil, se fijarían los límites de los nuevos Estados del Plata. Buenos tratados de comercio, alianza y navegación los unirían con las naciones comerciales.

Abrantés se desconcierta ante esa repetición de "las naciones comerciales" que parecerían excluir a Brasil, y pregunta cuál sería la, participación del Imperio en la empresa. "El ejército brasileño operaría por tierra concluyendo con Oribe".

Abrantés protesta, pues eso sería "recibir solo la animosidad de Rosas, pues las fuerzas de Rosas se manifestarían por tierra, si los tres aliados participaban en común, también en común deberían emplearse".

Cowley corta: Inglaterra no enviará expediciones terrestres.


Mackau no quiere la participación de Brasil "que complicaría la cuestión". Ouseley añade que por una fuerte expedición naval podrían cumplirse los objetivos de la intervención: en cuanto a Rosas y su Confederación Argentina, aislados al occidente del Paraná, no podrían oponerse a lo que se hiciera a oriente de este río.

Guizot resume las opiniones como final del debate.

Se emplearían "solamente medios marítimos", a no ser que Brasil quisiera, usar su ejército de tierra; la acción naval sería suficientemente poderosa para hacer a los aliados dueños de los ríos, del Estado Oriental, de la Mesopotamia y del Paraguay, cuya "independencia se garantizaría".

Estos Estados se unirían con sólidos lazos comerciales y de alianza con los interventores.

Brasil se retira

Abrantés informa esa noche a su gobierno. Ha comprendido que muy diplomáticamente no se quiere la participación brasileña.

No solamente Aberdeen le ha exigido la renovación de los leoninos tratados de alianza y de tráfico de esclavatura como previos a la alianza, sino Brasil no obtendría objetivo alguno en la intervención.
Todo sería para las naciones comerciales; que fijarían los límites de los nuevos Estados con el Imperio (desde luego, en perjuicio del Imperio), y serían las solas dueñas de las nuevas repúblicas. Brasil vería cortarse para siempre su clásica política de expansión hacia el sur.

Además, dejarle la exclusividad de las operaciones terrestres contra Rosas era una manera de obtener el retiro del Imperio, pues Brasil no tomaría exclusivamente semejante responsabilidad. Y dando por terminada su misión se retira de París.

Empieza la Intervención

Gore Ouseley, portando el ultimátum previo a la intervención, viajó a Buenos Aires. Exigió el retiro de las tropas argentinas sitiadoras de Montevideo, juntamente con las orientales de Oribe y el levantamiento del bloqueo que el almirante Brown hacía de este puerto.

Se descartaba su rechazo por Rosas. Poco después llegaba el barón Deffaudis con idéntico propósito en nombre de Francia.

Mientras Rosas debate con los diplomáticos el derecho de toda nación, cualquiera fuere su poder o su tamaño para dirigir su política internacional sin tutela foráneas, se presentaron en Montevideo las escuadras de Inglaterra y Francia comandadas respectivamente por los almirantes Inglefield y Lainé.

Pendientes aún las negociaciones en Buenos Aires, ambos almirantes se apoderaron de los buquecillos argentinos de Brown que bloqueaban Montevideo, arrojaron al agua, la bandera Argentina y colocaron al tope de ellos la del corsario Garibaldi.

Ante ese hecho – ocurrido el 2 de agosto de 1845 – Rosas elevó los antecedentes a la Legislatura, que lo autorizó "para resistir la intervención y salvar la integridad de la patria". Ouseley y Deffaudis recibieron pasaportes para salir de Buenos Aires. La guerra había empezado.

Obligado (20 de noviembre)

El 30 de agosto la escuadra aliada íntima rendición a Colonia, que al no ser acatada es desmoronada a cañonazos al día siguiente. Garibaldi, con los barcos argentinos, de los que ahora es dueño, participa en este acto y se destaca en el asalto que siguió.

El 5 de setiembre los almirantes se apoderan de Martín García: Garibaldi, con sus propias manos – que más tarde serían esculpidas en bronce en una plaza de Buenos Aires –, arrió la bandera argentina.
De allí la escuadra se divide. Los anglofranceses remontan el Paraná, mientras Garibaldi toma por el Uruguay y sus afluentes: el corsario se apodera y saquea Gualeguaychú, Salto, Concordia y otros puntos indefensos, regresando a Montevideo con un enorme botín de guerra.

Mientras tanto Hontham y Trehouart navegan el Paraná en demostración de soberanía, y para abrir comunicaciones con su ejército "auxiliar" que, al mando del general Paz, obraba en Corrientes.

Pero el 20 de noviembre, al doblar el recodo de Obligado, encuentran una gruesa cadena sostenida por pontones que cerraban el río, al mismo tiempo que baterías de tierra iniciaban el fuego.

Es el general Mansilla, que por órdenes de Rosas ha fortificado la Vuelta de Obligado y hará pagar caro su cruce a los interventores.

Al divisar los buques extranjeros ha hecho cantar el Himno Nacional a sus tropas y abierto el fuego con sus baterías costeras.

Hontham y Trehouart contestan y llueven sobre la escasa guarnición Argentina los proyectiles de los grandes cañones de marina europeos.

Siete horas duró el combate, el más heroico de nuestra historia (de las 10 de la mañana a las 5 de la tarde). No se venció, no se podía vencer.

Simplemente, quiso darse a los interventores una serena lección de coraje criollo. Se resistió mientras hubo vidas y municiones, pero la enorme superioridad enemiga alcanzó a cortar la cadena y poner fuera de combate las baterías.

Bizarro hecho de armas, lo califica Inglefield en su parte, desgraciadamente acompañado por mucha pérdida de vidas de nuestros marinos y desperfectos irreparables en los navíos.

Tantas pérdidas han sido debidas "a la obstinación del enemigo", dice el bravo almirante.

¿Se ha triunfado? La escuadra, diezmada y en malas condiciones, llega a Corrientes, y de allí intenta el regreso.
En el Quebracho, cerca de San Lorenzo, vuelve a esperarla Mansilla con nuevas baterías aportadas por Rosas. Otra vez un combate, otra vez "una victoria" – el paso fue forzado – con ingentes pérdidas.

Desde allí los almirantes resuelven encerrarse en Montevideo; transitar el Paraná es muy peligroso y muy costoso.

Se deshace el proyecto de independizar la Mesopotamia (gestionado por los interventores en el tratado de Alcarás porque Urquiza ya no se sintió seguro. Se deshace la intervención.

Poco después – 13 de julio de 1846 – Samuel Tomás Hood, con plenos poderes de Inglaterra y Francia, presenta humildemente ante Rosas el "más honorable retiro posible de la intervención conjunta". Que Rosas lo haría pagar en jugoso precio de laureles.

Por eso el 20 de noviembre, aniversario del combate de Obligado, es para los argentinos el Día de la Soberanía.

domingo, 7 de febrero de 2010

Otro de nuestros Patriotas olvidados


El fusilamiento del general Juan José Valle

Fuente: Documentos de la Resistencia Peronista 1995-1970, recopilación y prólogo de Roberto Baschetti, Puntosur Editores.

El 12 de junio de 1956, en cumplimiento del decreto firmado por el presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, fue fusilado el general Juan José Valle, líder del frustrado levantamiento cívico-militar producido el 9 de junio de ese mismo año.

En septiembre de 1955, la autodenominada “Revolución Libertadora” había derrocado a Perón. El 13 noviembre de 1955, el general Pedro Eugenio Aramburu asumió la presidencia del país. Durante su gobierno se intervino la CGT, se persiguió a la clase dirigente peronista, se desmanteló el IAPI, y hasta se prohibió todo tipo de mención de términos, palabras o frases vinculadas al peronismo.

El decreto 4161, del 5 de marzo de 1956, establecía: “Queda prohibida la utilización (…) de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas y obras artísticas (…) pertenecientes o empleados por los individuos representativos u organismos del peronismo. Se considerará especialmente violatoria de esta disposición, la utilización de la fotografía retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto el de sus parientes las expresiones ‘peronismo’, ‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justicialista’, ‘tercera posición’ la abreviatura ‘PP’, las fechas exaltadas por el régimen depuesto las composiciones musicales ‘Marcha de los Muchachos Peronista’ y ‘Evita Capitana’ o fragmentos de las mismas y los discursos del presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos”.

En la noche del 9 de junio el general Juan José Valle encabezó una rebelión cívico-militar que tuvo sus focos aislados en Buenos Aires, La Plata y La Pampa. El intento concluyó al cabo de unas pocas horas. Tres días más tarde, el 12 de junio de 1956, el general Valle fue fusilado junto a otras veintiséis personas. La medida contribuiría a profundizar todavía más los odios y rencores. Antes de morir, el general Valle envió la carta que a continuación citamos al general Aramburu:

“Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado. Debo a mi Patria la declaración fidedigna de los acontecimientos. Declaro que un grupo de marinos y de militares, movidos por ustedes mismos, son los únicos responsables de lo acaecido.

”Para liquidar opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para adivinar la treta.

”Así se explica que nos esperaran en los cuarteles, apuntándonos con las ametralladoras, que avanzaran los tanques de ustedes aun antes de estallar el movimiento, que capitanearan tropas de represión algunos oficiales comprometidos en nuestra revolución. Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes, escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos.

”Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos. Y si les sonríen y los besan será para disimular el terror que les causan. Aunque vivan cien años sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos, bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones.

”La palabra ‘monstruos’ brota incontenida de cada argentino a cada paso que da.

”Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino esclavizado. Dirán de nuestro movimiento que era totalitario o comunista y que programábamos matanzas en masa. Mienten. Nuestra proclama radial comenzó por exigir respeto a las instituciones y templos y personas. En las guarniciones tomadas no sacrificamos un solo hombre de ustedes. Y hubiéramos procedido con todo rigor contra quien atentara contra la vida de Rojas, de Bengoa, de quien fuera. Porque no tenemos alma de verdugos. Sólo buscábamos la justicia y la libertad del 95% de los argentinos, amordazados, sin prensa, sin partido político, sin garantías constitucionales, sin derecho obrero, sin nada. No defendemos la causa de ningún hombre ni de ningún partido.

”Es asombroso que ustedes, los más beneficiados por el régimen depuesto, y sus más fervorosos aduladores, hagan gala ahora de una crueldad como no hay memoria. Nosotros defendemos al pueblo, al que ustedes le están imponiendo el libertinaje de una minoría oligárquica, en pugna con la verdadera libertad de la mayoría, y un liberalismo rancio y laico en contra de las tradiciones de nuestro país. Todo el mundo sabe que la crueldad en los castigos la dicta el odio, sólo el odio de clases o el miedo. Como tienen ustedes los días contados, para librarse del propio terror, siembran terror. Pero inútilmente. Por este método sólo han logrado hacerse aborrecer aquí y en el extranjero. Pero no taparán con mentiras la dramática realidad argentina por más que tengan toda la prensa del país alineada al servicio de ustedes.

”Como cristiano me presento ante Dios, que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos, y como argentino, derramo mi sangre por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos no sólo de minorías privilegiadas. Espero que el pueblo conozca un día esta carta y la proclama revolucionaria en las que quedan nuestros ideales en forma intergiversable. Así nadie podrá ser embaucado por el cúmulo de mentiras contradictorias y ridículas con que el gobierno trata de cohonestar esta ola de matanzas y lavarse las manos sucias en sangre. Ruego a Dios que mi sangre sirva para unir a los argentinos. Viva la patria.”
Juan José Valle. Buenos Aires, 12 de junio de 1956

sábado, 6 de febrero de 2010

Batalla de Caseros


El 21 de noviembre de 1851 se firmó en Montevideo el tratado de alianza entre el imperio del Brasil, Entre Ríos (con Corrientes como agregada) y el Estado Oriental, para llevar la guerra contra la Confederación, bajo la máscara de una cruzada contra el “dictador argentino”.
Conviene recordar las cláusulas de este tratado, cuya mención suele omitirse por explicables escrúpulos.
Después de fundar su acuerdo en declaraciones y los preparativos bélicos del gobernador de Buenos Aires, los firmantes declaraban solemnemente no llevar la guerra a la Confederación sino a su gobierno y convenían luego la forma de la colaboración. La iniciativa de la guerra se atribuía a los estados de Entre Ríos y Corrientes, reservándose el Brasil y la Banda Oriental el papel de “meros auxiliares”. Además del aporte militar, ya mencionado, el Brasil se comprometía a financiar la campaña, mediante la entrega de cien mil patacones mensuales, al seis por ciento de interés, durante el término de cuatro meses, más todo el material de guerra que le fuese solicitado y que se consideraría como empréstito adicional. Urquiza debía hacer reconocer esa deuda, en efectivo y armamentos, por el gobierno futuro de la Confederación; mientras tanto, ella quedaba a cargo de Entre Ríos y Corrientes, las cuales daban “desde ya” en hipoteca, como garantía de su pago, todas sus rentas y territorios de propiedad fiscal. Por el artículo VIII se establecía que el Ejército Imperial permanecería (sin fijar término) ocupando la Banda Oriental, para responder a cualquier requisición de Urquiza; pero se agregaba expresamente que podría trasladarse al teatro de la guerra por su propia decisión, aunque dicha requisición no se produjese: es decir, que se le dejaba la puerta abierta. Por el artículo IV se ratificaba el compromiso de conceder la libre navegación de los ríos y por el XX volvía a reconocerse la independencia del Paraguay. Se trataba, como se ve, de un convenio leonino, con todas la ventajas para el empresario.
A cambio de la ayuda extranjera para su empresa interna, Urquiza renunciaba a derechos inherentes a nuestra soberanía y precipitaba la desintegración de la patria. Brasil ganaba el territorio paraguayo librado a su influjo, la ocupación sine die del Uruguay, el libre acceso por nuestra vías fluviales a su provincia del Mato Grosso y un derecho real de hipoteca como acreedor privilegiado sobre todos los recursos de dos provincias argentinas. Mucho más, por cierto, y con un riesgo mínimo, de lo que hubiese podido esperar de una guerra victoriosa.
Ese tratado debía permanecer, por supuesto, secreto (art. XXI), para evitar la oleada de indignación que habría provocado su publicación anticipada, poniendo en peligro el éxito de los confabulados.

Inicio de las operaciones

Urquiza inició enseguida sus operaciones. Después de concentrar sus fuerzas en Gualeguaychú, se movió hacia el Paraná y lo cruzó, sin encontrar la resistencia que esperaba por el lado de Santa Fé. El gobernador de esta provincia, general Echagüe, en efecto, al no recibir los refuerzos que había solicitado, resolvió batirse en retirada para unirse al grueso del ejército de Rosas. Casi sin obstáculos, Urquiza pudo proseguir su marcha sobre Buenos Aires y llegar al Arroyo del Medio a mediados de enero. En San Lorenzo le había desertado en masa, matando a su jefe, la división de Aquino, fuerte de 600 hombres, para pasarse al ejército de Rosas.
Salvo una escaramuza, en los campos de Alvarez, con un destacamento de las fuerzas del coronel Lagos, jefe del departamento del norte, el ejército aliado pudo conseguir sin inconvenientes su camino sobre la capital. Se había impuesto, en los consejos de guerra de Rosas, la táctica de concentrar todas las fuerzas en el campamento de Santos Lugares para resolver la contienda con una batalla decisiva.
Con todo ello, no se había presentado en el campamento de Urquiza ni un solo hombre de Buenos Aires, mientras que de aquél desertaban continuamente muchos para incorporarse al del Restaurador. Las “Memorias” del general César Díaz –jefe de la división oriental del ejército aliado- nos dan un preciso testimonio del estado de poblaciones. Parece que el mismo Urquiza se impresionó por la frialdad con que lo recibieron en Pergamino y en Luján y manifestó dudas sobre la legitimidad y la oportunidad de la empresa en que se había lanzado, aunque tratando de cohonestarla con el pretexto de la “organización nacional”. La popularidad de Rosas –afirma el autor- “era tan grande o tal vez mayor de lo que había sido diez años antes”. Todavía en la víspera de la batalla –el 1º de febrero- 400 hombres más abandonaron el ejército aliado para plegarse al de Santos Lugares.
Hay un problema de Caseros que sigue sin solución y es el referente a las relaciones de Rosas con el general Pacheco, que por su prestigio militar y su cargo en el comando de Santos Lugares, era el jefe indicado para organizar la batalla decisiva. No obstante ello, renunció en las vísperas, fundándose en el hecho de haber asumido Rosas personalmente la dirección de la campaña.

¿Desconfió Rosas de Pacheco? ¿Hubo motivos para tal desconfianza? Parece seguro que aquél desaprobó una maniobra de su subordinado, al abandonar la defensa de Puente Márquez, en lugar de hacerse fuerte allí; y es posible que, en las circunstancias en que se encontraba, haya atribuido esa retirada a un súbito enfriamiento de la fe o a un debilitamiento de la voluntad. Se explica así su decisión de asumir personalmente el comando. Como también se explica la reacción de Pacheco, que fue natural en un hombre de honor al sentirse sospechado: tanto más valiosa cuanto que arrostraba con ella el disgusto del Restaurador, en momentos decisivos fue, con todo, una más en el cúmulo de circunstancias desgraciadas que decidieran la caída de Rosas y el fin de la Confederación.
¿Habría sido otro el resultado de la batalla, de haber comandado Pacheco las fuerzas argentinas? Sólo Dios lo sabe.
A fines de enero, las tropas aliadas se encontraban ya a la vista de Buenos Aires, defendida por su ejército veterano. Rosas convocó a un junta de guerra en la noche del 2 de febrero, a la que concurrieron el general Pinedo y los coroneles Chilavert, Díaz, Lagos, Costa, Sosa, Bustos, Hernández, Cortina y Maza. Se decidió dar la batalla al día siguiente.
El ejército de Urquiza estaba constituido por los contingentes del litoral, al que se había sumado la flaca pero activa legión de los emigrados; por la división oriental, en la que pululaban los extranjeros, y por la brasileña, animada del odio atávico y ansiosa de lavar la humillación de Ituzaingó. En la función de boletinero del ejército y vestido con un raro uniforme de coronel francés, venía el ya celebre polemista don Domingo Faustino Sarmiento. En la artillería, un joven coronel que hacía versos malos y se llamaba Bartolomé Mitre. Ambos futuros presidentes de la República habían allegado a Gualeguaychú en un barco de guerra brasileño y habían sido presentados y recomendados por el comandante brasileño al general Urquiza. Las fuerzas aliadas alcanzaban a 24.000 hombres.
El ejército de la Confederación, animado por la voluntad de defender una vez más el honor y la integridad de la patria contra la agresión extranjera y sus cómplices, alcanzaba a 22.000 hombres -12.000 de caballería y el resto infantería— pero muchos eran bisoños, sin ninguna experiencia de guerra. Sus 60 cañones viejos casi no tenían munición.
El choque se produjo el 3 de febrero en las inmediaciones del Palomar de Caseros. La batalla comenzó a las nueve de la mañana y terminó al comenzar la tarde. Rosas, herido en una mano de un balazo, se alejó acompañado de un auxiliar. Bajó un ombú situado en Hueco de los Sauces (actual Plaza Garay) redactó su renuncia que encomendó a su ayudante, quien inmediatamente la hizo llegar a la Junta de Representantes. Luego, cubierto por un poncho, durmió —llevaba tres noches en vela— una hora. A las cuatro de la tarde llega a la embajada inglesa; esa misma noche, con el auxilio de Manuelita, el embajador inglés Gore lo convence de la necesidad de refugiarse en el buque de guerra Centaur, anclado en la rada. Rosas lo hace finalmente y junto con algunos miembros de su gobierno navega, días después, hacia el exilio en la nación que él mismo, años atrás, obligara a agachar su altivez imperial ante la denodada defensa de la soberanía argentina.

El 20 de febrero las tropas vencedoras de Urquiza, Caxias y Márquez de Souza entraron en Buenos Aires y desfilaron por sus calles.

Llevaría mucho espacio analizar el trasfondo y las circunstancias en que se desarrolla la traición de Urquiza, no a Rosas sino a la Patria. Pero si tratásemos de adoptar una actitud pragmática, podríamos echar un vistazo a las consecuencias de Caseros y determinar así las “bondades” de la actitud del general en jefe pasado al enemigo que debía enfrentar.

Consecuencias de la Batalla de Caseros

1) Pérdida definitiva de la Misiones Orientales (territorio de igual superficie que la provincia de Entre Ríos), que correspondía por derecho a la Argentina y se cedió con motivo de los pactos firmados por Urquiza al entrar en alianza con los brasileños.

2) Ridícula renuncia a la soberanía sobre nuestros ríos interiores, regalando vilmente lo que se había conseguido luego de tantos años de bloqueo y sangre argentina derramada. Esto se realiza a través de la sanción de la Constitución Nacional y bajo el influjo del pensamiento alberdiano de que había que abrir nuestros ríos a la “civilización” (conceptos inexistentes en todo otro lugar de la tierra).

3) Derogación de la Ley de Aduanas (primer acto de gobierno de la administración que sucede a Rosas). Esto significó la ruina de la naciente industria nacional y la entrega de nuestro mercado interno al poder económico predominantemente inglés. A partir de allí recorreremos un acelerado camino hacia un sombrío destino de colonia económica británica.

4) Endeudamiento externo a favor del Brasil, ya que después de Caseros se reconoce como deuda de la Confederación (es lo que Urquiza había firmado con el Imperio) los fondos facilitados para financiar la campaña contra Rosas.

5) Abandono de la firme política exterior llevada adelante por Don Juan Manuel, conocida como “Sistema Americano”, es decir la unidad de las naciones americanas para enfrentar la prepotencia de los países europeos, puesta en practica en forma triunfante durante los bloqueos sufridos por la Confederación.

6) Transformación de la antes altiva Confederación en un mero apéndice de la diplomacia anglo brasileña, provocando primero el abandono a su suerte de la hermana república del Uruguay que caerá bajo la total dependencia político económica del Imperio esclavista. Trama completada casi una década después con la completa destrucción del Paraguay, último freno a la voracidad territorial del Brasil. Destrucción a la cual no solo no nos opusimos, como debimos oponernos por lasos de histórica hermandad en la lucha contra el enemigo histórico, sino que participamos del crimen al ser parte de la alianza que arrasó la tierra guaraní. Nunca mejor puesto el nombre de “Guerra de la Triple Infamia”.

7) Pasar de ser un país antiesclavista (Don Juan Manuel tenía gran ascendiente sobre las comunidades de africanos residentes en Buenos Aires) a ser gendarme del Imperio, al firmarse tratados por los cuales se comprometía a la Confederación a deportar a todo esclavo que se escapara hacia suelo argentino en busca de la libertad que la mismísima Constitución Nacional establecía al abolir para siempre la esclavitud.

¿Puede alguien honesta y seriamente alegar que el resultado de Caseros benefició a la Nación Argentina? Cada uno tendrá su respuesta, LA VERDAD SIEMPRE ES ÚNICA.

ACA EL HEROE OLVIDADO


EL FUSILAMIENTO DEL PATRIOTA CHILAVERT

4 de Febrero de 1852: Fusilamiento del Coronel Martiniano Chilavert

Por Alejandro Pandra


Casi al finalizar la batalla de Caseros, los únicos federales que mantenían su posición a toda costa, eran los infantes Pedro Díaz y la artillería del Cnl. Martiniano Chilavert.
Escondidos tras nubes de humo negro, disparaban con todo lo que tenían.
Al acabárseles las balas y la metralla, cargaron piedras y cascotes del palomar que se caía a pedazos. Cuando los cañones se pusieron al rojo vivo, les arrojaron baldazos de agua. Y cuando faltó el agua, los soldados se turnaron para orinar sobre las moles humeantes.
La infantería seguía repeliendo el ataque, pero paso a paso las fuerzas de Urquiza iban concentrándose sobre estos valientes, haciendo imposible toda resistencia.
Sin municiones ni esperanzas, los artilleros comenzaron a huir a medida que los infantes de Díaz retrocedían.
Una polvareda indicaba el retorno de Lamadrid, que en el fragor de la carga se había desviado como una legua de su blanco. Ahora volvía al campo de batalla cuando poco podía hacer.
Chilavert continuó disparando hasta que no tuvo absolutamente nada más que arrojarle al enemigo. -Mierda dijo el coronel. -Una y mil veces mierda.
Con la última bala que le quedaba, apuntó personalmente hacia los imperiales que avanzaban sobre su posición.
Solo, sin hombres, ni balas, ni ganas de seguir peleando, el coronel Chilavert volvió a colocarse la guerrera azul con vivos rojos, sobre su camisa negra de humo y sudor. Despidió al sargento Aguilar y encendió un cigarrillo con la brasa de los fogones.

El coronel se sentó a esperar la muerte que se avecinaba, cuando de pronto el capitán Alamán se acercó apuntándole con su revolver:
-Ríndase oficial. Usted es mi prisionero.
El capitán no tenía la menor idea de con quien estaba hablando. Chilavert se puso de pie con infinito cansancio. Sacó su pistola del cinto y le dijo al capitán con su voz de cañones, mientras le apuntaba:
-Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues yo lo que busco es a un oficial superior para entregar mis armas.
Alamán, intimado por la firmeza de la actitud, mandó a buscar al coronel Virasoro.
Sin soltar el arma, Chilavert se quedó en silencio pitando su cigarro.
Cientos de soldados se acercaron para ver el espectáculo. El prisionero amenazaba al oficial que lo intimaba a rendirse. Mudos esperaron el desenlace.
A poco llegó Virasoro, deteniendo su overo a poca distancia de Chilavert.
-Aquí estoy, coronel -anunció sin apearse del caballo-. Soy el coronel Virasoro.
Chilavert se acercó y le extendió su pistola y su sable:
- Señor coronel, aquí me tiene a su disposición. Le aclaro que no puedo caminar. Si me quita el caballo, prefiero que use esa arma para pegarme cuatro tiros acá mismo.
- No tema usted, coronel Chilavert.
-¿Cómo sabe mi nombre? -dijo asombrado.
-Quién no conoce su fama, coronel….
Chilavert le devolvió una ligera reverencia. Venciendo el dolor, montó a un caballo que le acercaron.
-Ahora lléveme con su general, coronel.

-A la orden -dijo Virasoro, marcando el camino hacia Palermo.
El coronel Martiniano Chilavert fue conducido a Palermo, donde Urquiza había organizado su Estado mayor y el gobierno provisorio de la ciudad.
Permaneció sentado sobre uno de los bancos del jardín. Aunque Virasoro había dado la orden de permitirle montar a caballo,
Chilavert debió caminar las últimas cuadras hasta Palermo, entre dolores brutales y el cansancio. Mientras se recuperaba, veía cómo oficiales y edecanes entraban y salían de las habitaciones, llevando y trayendo muebles.
Entre ellos le llamó la atención un hombre de unos cuarenta y cinco, quizás cincuenta años, pelado y con bigote unitario, vestido con un uniforme exuberante, a la moda del ejército francés. Chilavert, que había pasado casi toda su vida entre los ejércitos nacionales, no conocía, ni había escuchado hablar de semejante personaje.
Curioso, detuvo a uno de los oficiales que lo había apresado.
- Perdóneme la pregunta, pero podría usted decirme quien es ése de quepis azul.
-¿Cuál? -preguntó el oficial.
-Ese de uniforme azul con galones…. Ese con plumas de general.
-Ah, ése… El de las plumas. Es el boletinero del ejército.
-¿Hasta tienen boletinero? -se asombró Chilavert, ya que en cuarenta años de guerra, pocas veces había servido en ejército alguno que contara con semejante lujo.
-Si es uno de los nuevos amigos del general. Creo que se llama Sarmiento, Domingo Sarmiento, y me parece que anda medio chiflado.
El nombre le sonaba a Chilavert. Era uno de esos unitarios que, desde Chile, descargaban su pluma contra el régimen de Rosas. Vaya forma de conocerlo.
El coronel anduvo por horas sentado, esperando. Pensaba en su esposa, en su hijo. Pensaba en el día en que lo conoció a San Martín. Pensaba en su padre. En las batallas que ganó y en las que perdió. Pensaba en Lavalle y en Oribe, en Rivera y en Paz.

En esas horas más de una vez tuvo ocasión de escaparse. El desorden era absoluto. Pero no quiso. Aceptaba su condición mansamente.
Como oficial y caballero, él era un prisionero de guerra que no iba a aprovecharse de las ventajas que el enemigo le daba. Una cosa era una batalla.
Otra era asumir su papel de oficial prisionero.
El mismo se había entregado y no iba a faltar a su palabra. Así permaneció hasta que una voz sonó a sus espaldas. Un soldado con pechera blanca sobre su blusa punzó estaba parado a su lado.
-Usted es el coronel Chilavert?
-Para servirle - Contestó
-El general Urquiza desea hablarle.
-Y yo también quiero hablar con su general -se levantó. Vamos pues.
En el camino Chilavert se abrochó la guerrera y pasó sus manos por el cabello desordenado. De poco sirvió, pero tampoco era cuestión de presentarse ante Urquiza como un reo, aunque lo fuera.
Llegaron hasta la habitación que le había servido de escritorio a Rosas. Recordó sus paredes, los muebles espartanos, la lámpara de aceite, los pocos libros dispersos en la biblioteca.
El soldado golpeó la puerta. Una voz grave ordenó que pasara. Chilavert entró solo al cuarto. Allí estaba el generalísimo Justo José de Urquiza, Comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de Entre Ríos y nuevo amo de la Confederación, la República, la dictadura o el orden que él quisiese imponer para manejar los asuntos de la Argentina por los próximos años.
No era alto, aunque sí de aspecto vigoroso, algo entrado en carnes. Tras esos ojos castaños se adivinaba al demonio, evasivo, sensual.
Al entrar Chilavert, se puso de pie tras un escritorio lleno de papeles y carpetas en desorden.

-Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento -dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.
-Estoy bien así, general -contestó Chilavert, manteniéndose de pie.
-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted -dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.
-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.
-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…
-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.
-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno. Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…
-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país -dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.
-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país? -contestó Urquiza poniéndose de pie.
-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo… Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria -Chilavert gritó estas últimas palabras.
Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito.
No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.

-Soldado, acompañe al coronel -y mirándolo le dijo con voz cansada: -Vaya usted, nomás, coronel.
Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.
Urquiza se quedó pensando por unos minutos. -Mil veces he de morir. Mil veces…. Llamó a uno de sus edecanes. Le iba a dar el gusto al coronel. -Al coronel Chilavert me lo fusilan por la espalda, como a un traidor.
Una sensación de paz invadió el espíritu del coronel, mientras era escoltado por el soldado, desandando los senderos de Palermo. Nuevamente lo dejaron en el jardín.
Ahora el soldado se quedó cerca.
A poco de estar allí, pensando en todo lo que hubiese querido decirle a Urquiza sobre sus socios y alcahuetes, se le acercó un oficial, alto y delgado, con la casaca azul cerrada hasta el cuello a pesar del calor que no cedía.
-Coronel Chilavert, soy el mayor Modesto Rolón - dijo impostando la voz mientras hacía la venia. Chilavert no contestó- Debe acompañarme, coronel.
Sin decir palabra lo siguió.
El guardia caminaba tras ellos, a distancia prudencial. Caminaron los senderos del jardín que rodeaba la residencia de Palermo, hasta una de las casas donde se guardaban los elementos de labranza.
Seis soldados lo esperaban.
Fue entonces cuando Rolón, con tono desprovisto de toda emoción, le comunicó que el general Urquiza, comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de la provincia de Entre Ríos y encargado de los destinos de la Confederación Argentina , lo condenaba a ser fusilado en forma sumaria.
El coronel recibió con calma la noticia que de ninguna forma lo sorprendía. Pidió unos minutos para reconciliarse con el Señor. Se apartó unos metros y lo escucharon rezar un padrenuestro en voz baja.
-Estoy pronto -dijo al fin.

Lo condujeron hasta el paredón.
Allí el coronel le entregó su reloj al mayor Rolón.
-Le pido un favor, mayor, entréguele este recuerdo a mi hijo que vive en la calle Victoria -El mayor asintió. El coronel Virasoro, que hasta ese momento había permanecido ajeno al trámite final, se acercó al pelotón. Chilavert se sacó el tirador y lo arrojó al piso.
-Esto es para ustedes -dijo, dirigiéndose a los soldados-, hay algo de dinero y unos cigarros. Repártanselos. Solo les pido que apunten al pecho.
Sabía que era bueno congraciarse con los verdugos, hacen la muerte más rápida. Con resignada valentía se puso contra la pared. Fue entonces cuando el oficial encargado del pelotón, se acercó a Chilavert y le ofreció un pañuelo para vendarse los ojos. El coronel lo rechazó. Había visto tantas veces la muerte ajena que no le molestaba ver la propia. Casi en un susurro, el mayor Rolón le dijo:
-De espaldas, coronel.
Chilavert lo miró sin entender.
-De espaldas -repitió el oficial-. De espaldas, como un traidor.
Un golpe feroz dio en la cara de Rolón, que cayó unos metros más atrás.
-De espaldas, no. Como un traidor, no. -Se acercaron dos soldados para contenerlo. Sufrieron la misma suerte.
-Como un traidor no, como un traidor, jamás. -Se acercaron los otros soldados del pelotón para contenerlo.
Como un puma herido enfrentó a todos. -Tiren acá -decía-. Tiren al pecho, al pecho, que yo no soy un traidor. Traidores son los que venden a esta patria. Tiren al pecho.
Un facón brilló entre los golpes y empujones-. Al pecho, al pecho. Traidores son los que se entregan a un imperio de esclavos por unas monedas. -El filo cayó sobre la espalda del coronel, que ni así dejó de gritar: -al pecho, tiren al pecho.

Otro filo dibujó su trayecto mortal contra el cuerpo del coronel. -Tiren acá, y peleaba contra todos.
Su camisa se tiño de sangre. Una y otra vez los facones y bayonetas se bañaron en esa sangre de valiente, que no dejaba de gritar, mientras se le iba la vida. -¡No soy traidor, no soy traidor!. Un sable le abrió un tajo en la cabeza.
Fue entonces cuando cayó al piso. Virasoro sacó el revolver y descargó sus balas sobre el hombre que todavía no se resignaba a ser fusilado como un traidor. En una convulsión final se señaló el pecho.
Con un hilo de voz, murmuró por última vez -como un traidor, no.